OPINIÓN: La educación de mercado (Esther Bajo, Periodista) [Publicado en T.E. noviembre 2011]
Da la impresión de que fuera parte de la condición humana una suerte de pereza social, de tendencia a la comodidad por encima de todo lo demás, de modo que bien podemos pasar años detectando un problema, observando cómo crece, vaticinando sus terribles consecuencias y, sin embargo, no poner los medios para solucionarlo a tiempo o no exigir de forma contundente que se pongan. Este hecho, tan evidente en temas medioambientales, lo es también en cuanto a la educación. O quizá el problema sea, más bien, una cuestión temporal y es que, al fin y al cabo, nuestra vida es muy limitada y la necesidad de vivir día a día, conscientes de esa fugacidad, nos impone restricciones a la hora de afrontar los problemas a medio o largo plazo, y la Educación, desde luego, lo es.
El caso es que, desde que, con la democracia, rompimos las nefastas normas educativas de la dictadura, emprendimos un camino que, como en todo lo demás, carecía de referentes, puesto que los cuarenta años de franquismo habían conseguido borrar de la memoria cualquier modelo educativo anterior, retrotrayéndonos a una ideología casi medieval, y esa falta de referentes nos hizo recorrer el camino de la libertad a tientas, con la única luz de los modelos educativos de otros países democráticos, a los que nos limitamos a copiar. Treinta y cinco años después seguimos igual: copiando, incluso los modelos que ya se han demostrado un fracaso.
Los distintos gobiernos introducen cambios incesantemente, aludiendo siempre a la necesidad de adaptar la Enseñanza a la sociedad en la que vivimos, pero, en mi opinión, éste es el error, pues lo que debiéramos hacer es adaptarlos a la sociedad en la que queremos vivir.
Así, aceptamos que vivimos en una sociedad en la que predomina la tecnología y deducimos de ello que hay que fomentarla a expensas de las humanidades, pero ¿queremos una sociedad de técnicos en lugar de humanistas? Aceptamos que la velocidad de los avances técnicos hace cada vez más complejas las distintas ramas del saber, de modo que orientamos la Enseñanza hacia la súper-especialización, pero ¿queremos futuros ciudadanos tan expertos como incultos? Aceptamos que el sistema neoliberal está dominado por el mundo empresarial, así que orientamos el conocimiento hacia las necesidades de las empresas, pero ¿queremos realmente un mundo en el que los intelectuales sólo sean herramientas al servicio de los intereses económicos de los dueños de las empresas?
Lo cierto es que no. Los propios gobernantes que hacen las leyes educativas se lamentan, al mismo tiempo, de que los jóvenes sepan comunicarse a través de un ordenador o un móvil pero no sepan hacerlo sin faltas de ortografía, o de que los intereses comerciales se impongan a los creativos o, sencillamente, que la preparación profesional crezca en la misma medida en la que desciende la ética.
Y es que, en la educación, como en la economía (¿o quizá es lo mismo?) cada vez somos más conscientes de que no mandan los que mandan, de que sus hilos son manejados por personas o grupos que no son los que elegimos para que gobiernen; en definitiva, que también se rige por las leyes del mercado y, en última instancia, por los mismos que manejan el mercado. Ellos son los que han convertido las universidades en escuelas de negocios, los que impiden que los niños reciban educación para la ciudadanía; los que introducen asignaturas para enseñar a los niños, ya en Bachillerato, a crear empresas, pero no a hacer las tareas del hogar, como si no fuera un objetivo básico de la educación hacer ciudadanos y ciudadanas independientes, pero sí empresarios; los que exigen a los gobiernos que deriven recursos públicos a los centros privados con un ideario que poco tiene que ver con conceptos como educación laica, igualdad de oportunidades, etcétera.
En definitiva, ellos tienen muy claro lo que quieren: formar a los futuros asesores, informáticos, abogados, consejeros, administradores, médicos o inventores que les hagan ganar dinero. ¿Pero tienen claro los poderes democráticos lo que quieren de los futuros ciudadanos? La impresión es que se sienten dominados o arrastrados por las mismas exigencias.
En un tiempo en el que empieza a oírse la voz de la rebelión hacia un sistema económico dirigido por un selecto y billonario grupo de especuladores, debiera también cundir la rebelión hacia ese fatalismo en la Educación. Y del mismo modo en que se impone la necesidad de recuperar el control público de la economía y la política, hay que hacerse con el control público, no sólo de la Enseñanza reglada, sino de la Educación en general, de la educación social.
Llevamos ya demasiados años criticando el consumismo, el sexismo de los juguetes, la tele basura juvenil, la violencia, el abandono de la lectura... pero poco se está haciendo por atajarlo. Hay que tomar decisiones y no limitarlas a los planes de estudio, sino a los métodos de estudio y al comportamiento dentro de las aulas (más aún en el patio) y fuera, puesto que los poderes públicos tendrían que imponer normas, por ejemplo, en la publicidad y en la programación televisiva e impedir o penalizar económicamente, por ejemplo, el sexismo en los juguetes, la violencia en los videojuegos, etcétera. Del mismo modo que llevamos años criticando la sumisión de los maestros a los padres y no parece que a los políticos se les ocurra nada más que volver a la situación inversa.
No soy, desde luego, la persona adecuada para decir qué medidas concretas y en qué ámbitos adoptarlas, pero sí creo que los ciudadanos deberíamos exigir de forma muy rotunda ese consenso en Educación que nunca se llega a alcanzar y creo que debiera hacerse escuchando la voz, no sólo de partidos y sindicatos, sino de padres/madres y la de los propios alumnos, a los que hay que consultar sobre lo que les interesa aprender. En todo caso, creo, y firmemente, que hay que cambiar el rumbo hacia una educación en la que la ciudadanía no sea sólo una asignatura sino un objetivo, en la que realmente primen todos esos valores que llenan los discursos (cultura, libertad, solidaridad...) y no el triunfo social o económico. Cuando esos triunfadores han salido de las aulas en tiempos de bonanza económica, se han dedicado, básicamente, a consumir; ahora, cuando salen de las aulas y chocan con la crisis que les reduce al paro o la precariedad laboral, ¿podemos extrañarnos de que la frustración les cargue de agresividad y caigan en el vandalismo que, por ejemplo, sacudió a Gran Bretaña? Comencemos el debate sobre la educación por el debate sobre la sociedad que queremos construir.
Da la impresión de que fuera parte de la condición humana una suerte de pereza social, de tendencia a la comodidad por encima de todo lo demás, de modo que bien podemos pasar años detectando un problema, observando cómo crece, vaticinando sus terribles consecuencias y, sin embargo, no poner los medios para solucionarlo a tiempo o no exigir de forma contundente que se pongan. Este hecho, tan evidente en temas medioambientales, lo es también en cuanto a la educación. O quizá el problema sea, más bien, una cuestión temporal y es que, al fin y al cabo, nuestra vida es muy limitada y la necesidad de vivir día a día, conscientes de esa fugacidad, nos impone restricciones a la hora de afrontar los problemas a medio o largo plazo, y la Educación, desde luego, lo es.
El caso es que, desde que, con la democracia, rompimos las nefastas normas educativas de la dictadura, emprendimos un camino que, como en todo lo demás, carecía de referentes, puesto que los cuarenta años de franquismo habían conseguido borrar de la memoria cualquier modelo educativo anterior, retrotrayéndonos a una ideología casi medieval, y esa falta de referentes nos hizo recorrer el camino de la libertad a tientas, con la única luz de los modelos educativos de otros países democráticos, a los que nos limitamos a copiar. Treinta y cinco años después seguimos igual: copiando, incluso los modelos que ya se han demostrado un fracaso.
Los distintos gobiernos introducen cambios incesantemente, aludiendo siempre a la necesidad de adaptar la Enseñanza a la sociedad en la que vivimos, pero, en mi opinión, éste es el error, pues lo que debiéramos hacer es adaptarlos a la sociedad en la que queremos vivir.
Así, aceptamos que vivimos en una sociedad en la que predomina la tecnología y deducimos de ello que hay que fomentarla a expensas de las humanidades, pero ¿queremos una sociedad de técnicos en lugar de humanistas? Aceptamos que la velocidad de los avances técnicos hace cada vez más complejas las distintas ramas del saber, de modo que orientamos la Enseñanza hacia la súper-especialización, pero ¿queremos futuros ciudadanos tan expertos como incultos? Aceptamos que el sistema neoliberal está dominado por el mundo empresarial, así que orientamos el conocimiento hacia las necesidades de las empresas, pero ¿queremos realmente un mundo en el que los intelectuales sólo sean herramientas al servicio de los intereses económicos de los dueños de las empresas?
Lo cierto es que no. Los propios gobernantes que hacen las leyes educativas se lamentan, al mismo tiempo, de que los jóvenes sepan comunicarse a través de un ordenador o un móvil pero no sepan hacerlo sin faltas de ortografía, o de que los intereses comerciales se impongan a los creativos o, sencillamente, que la preparación profesional crezca en la misma medida en la que desciende la ética.
Y es que, en la educación, como en la economía (¿o quizá es lo mismo?) cada vez somos más conscientes de que no mandan los que mandan, de que sus hilos son manejados por personas o grupos que no son los que elegimos para que gobiernen; en definitiva, que también se rige por las leyes del mercado y, en última instancia, por los mismos que manejan el mercado. Ellos son los que han convertido las universidades en escuelas de negocios, los que impiden que los niños reciban educación para la ciudadanía; los que introducen asignaturas para enseñar a los niños, ya en Bachillerato, a crear empresas, pero no a hacer las tareas del hogar, como si no fuera un objetivo básico de la educación hacer ciudadanos y ciudadanas independientes, pero sí empresarios; los que exigen a los gobiernos que deriven recursos públicos a los centros privados con un ideario que poco tiene que ver con conceptos como educación laica, igualdad de oportunidades, etcétera.
En definitiva, ellos tienen muy claro lo que quieren: formar a los futuros asesores, informáticos, abogados, consejeros, administradores, médicos o inventores que les hagan ganar dinero. ¿Pero tienen claro los poderes democráticos lo que quieren de los futuros ciudadanos? La impresión es que se sienten dominados o arrastrados por las mismas exigencias.
En un tiempo en el que empieza a oírse la voz de la rebelión hacia un sistema económico dirigido por un selecto y billonario grupo de especuladores, debiera también cundir la rebelión hacia ese fatalismo en la Educación. Y del mismo modo en que se impone la necesidad de recuperar el control público de la economía y la política, hay que hacerse con el control público, no sólo de la Enseñanza reglada, sino de la Educación en general, de la educación social.
Llevamos ya demasiados años criticando el consumismo, el sexismo de los juguetes, la tele basura juvenil, la violencia, el abandono de la lectura... pero poco se está haciendo por atajarlo. Hay que tomar decisiones y no limitarlas a los planes de estudio, sino a los métodos de estudio y al comportamiento dentro de las aulas (más aún en el patio) y fuera, puesto que los poderes públicos tendrían que imponer normas, por ejemplo, en la publicidad y en la programación televisiva e impedir o penalizar económicamente, por ejemplo, el sexismo en los juguetes, la violencia en los videojuegos, etcétera. Del mismo modo que llevamos años criticando la sumisión de los maestros a los padres y no parece que a los políticos se les ocurra nada más que volver a la situación inversa.
No soy, desde luego, la persona adecuada para decir qué medidas concretas y en qué ámbitos adoptarlas, pero sí creo que los ciudadanos deberíamos exigir de forma muy rotunda ese consenso en Educación que nunca se llega a alcanzar y creo que debiera hacerse escuchando la voz, no sólo de partidos y sindicatos, sino de padres/madres y la de los propios alumnos, a los que hay que consultar sobre lo que les interesa aprender. En todo caso, creo, y firmemente, que hay que cambiar el rumbo hacia una educación en la que la ciudadanía no sea sólo una asignatura sino un objetivo, en la que realmente primen todos esos valores que llenan los discursos (cultura, libertad, solidaridad...) y no el triunfo social o económico. Cuando esos triunfadores han salido de las aulas en tiempos de bonanza económica, se han dedicado, básicamente, a consumir; ahora, cuando salen de las aulas y chocan con la crisis que les reduce al paro o la precariedad laboral, ¿podemos extrañarnos de que la frustración les cargue de agresividad y caigan en el vandalismo que, por ejemplo, sacudió a Gran Bretaña? Comencemos el debate sobre la educación por el debate sobre la sociedad que queremos construir.